El trabajo que desempeñan los voluntarios de la Cruz Roja es imprescindible, pero ¿Qué les impulsa a comenzar en esta andadura?
El despacho
*Todos los nombres que aparecen son ficticios por motivos de privacidad*
Julia es una mujer muy sentimental, se define como “doña llorona”, sobre todo cuando trata de recordar por qué se hizo voluntaria de La Cruz Roja. Tiene el pelo rubio y tan largo que le llega casi hasta el ombligo, lleva unas gafas de color azul que enmarcan unos ojos grandes y marrones que se vuelven vidriosos al recordar su 2020. “Me quedé sin trabajo, no tenía ni para comprar el pan”, su pareja es taxista y con la pandemia se quedó parado. Ella tenía varios trabajos, por la mañana limpiaba casas, un piso por día; y por la tarde cuidaba a dos niños, un trabajo en el que ya llevaba cuatro años y medio.
Unas amigas de Julia en la en la asociación de Mujeres Supervivientes de Violencia de Género, MUSUBI, le enviaron el correo de Cruz Roja y de Cáritas, ella se puso en contacto y poco a poco le empezaron a ingresar dinero. Cuando ya se podía salir a la calle iba a Cáritas y allí le daban comida. Luego, la llamaron de Cruz Roja y le dieron unas tarjetas de 50 euros con las que comprar en supermercados. “Es de buen nacido ser agradecido”, ese es su refrán y como Cruz Roja le ayudó tanto, lo mínimo que podía hacer era hacerse voluntaria.
La Asamblea de Cruz Roja del Rincón de la Victoria es un lugar muy pintoresco y acogedor, cuatro cabañas de madera oscura prefabricada con sendos tejados a dos aguas del mismo color se asoman a medida que se sube la colina. El olor a incienso se extiende a lo largo de la caseta principal. Un vitral, en el que aparece el planeta Tierra, el Espíritu Santo, una Cruz y una Luna, adorna la entrada.
En uno de los tres despachos está Andrea, una mujer joven, delgada de voz delicada y afable que lleva en Cruz Roja desde 2018 como trabajadora social, sintiéndose valorada y escuchada. Su mesa es la del fondo a la izquierda, atestada de papeles, lo que indica la gran cantidad de trabajo acumulado. Andrea suele atender reuniones o “citas” como las llama ella, el día es relativamente tranquilo, pues cuando más demanda tiene son los lunes y jueves.
En el despacho también se encuentra Manuel, un voluntario de Transporte Adaptado; Ana, voluntaria de Niños de Apoyo y Julia, que ahora es voluntaria en Referencia de Empleo. Por las mañanas el ajetreo es constante, el teléfono no detiene su timbre intermitente dejando constancia de la necesidad. “Cruz Roja buenos días, dígame” atiende Julia con voz amable, le preguntan sobre los Niños de Apoyo, “Eh, Ana perdona, ¿Tú no estás con los niños? Para ver si se pueden apuntar dos niños para apoyo”, Ana es una chica de 21 años, de pelo largo y liso muy oscuro, casi negro que merodeaba por el despacho antes de realizar sus actividades de voluntariado.
Julia empieza a teclear los botones rectangulares del teléfono que están encima de los números “¿Sí? ¿Se ha cortao’?”, se escucha un pitido procedente de la otra línea de teléfono. “No, está ahí todavía ¿ves que está ahí retenío’?” se acerca Andrea ayudando a Julia a pasar la llamada. Justo en ese instante suena el teléfono en otra sala.
“Mañana de ocho a 11 hay un traslado (cuando los voluntarios llevan a personas mayores al hospital correspondiente)”, le dice Manuel a Andrea para que apunte en la agenda el evento. Mañana parece que será un día intenso.
El ropero
Alexander llega a Cruz Roja junto a su mujer pronto en la mañana. Él es un hombre menudo, rubio de ojos claros que lleva consigo unas cuantas bolsas cargadas de cosas. Su mujer rubia, con el pelo recogido en un gran moño, está sentada en una de las sillas azules que hay en la entrada bajo el vitral, junto a ella una maleta pequeña y marrón con una bolsa encima, indicando que son las únicas pertenencias que este matrimonio tiene. No tienen un hogar al que acudir, es por eso que visitan con frecuencia la Cruz Roja para buscar algo de ropa o comida.
Ella está callada, con la mirada perdida mientras Alexander le da a Julia un papel en el que ha escrito con ceras de colores “Feliz 2022”, un cartel que la voluntaria pone cariñosamente en el mostrador.
Con este matrimonio ya son cinco las personas que los voluntarios han atendido a lo largo de la mañana. Andrea les ofrece un café y les dirige hacia el ropero para que puedan coger ropa, que la gente dona de manera altruista, para que les abrigue algo más en el invierno.
Belinda es la voluntaria que se encarga del ropero los martes y viernes. La llaman “la risueña” pues siempre viste una amplia sonrisa en el rostro. Es boliviana y por circunstancias laborales vino a vivir a España en 2004. Allí trabajaba limpiando como interna en la casa de un empresario cordobés y una mujer boliviana. Cuando la familia se trasladó a España, le ofrecieron venirse con ellos, “me gustó mucho España y me quedé”. Ahora vive en Almayate y trabaja como limpiadora de casas.
Es una mujer de 42 años, de pelo negro y largo recogido en una trenza. Le gusta disfrutar de las pequeñas cosas de la vida y valora el esfuerzo de las personas más que cualquier cosa. Comenzó como voluntaria hace años, casi desde que llegó a España y sabe mejor que nadie que en invierno acuden al ropero hasta 15 personas.
El ropero es una cabaña bastante amplia que parece una tienda de ropa, todo ordenado por secciones: ropa de hombre, de mujer, de niños, calzado… Cada persona solo puede estar 15 minutos debido a las medidas sanitarias por la Covid-19. En éste se dan muchos privilegios, pues tal y como dice Belinda en otros sitios como en Cáritas de Torre del Mar solo te muestran la ropa y te la dan, pero no dejan entrar a mirar.
“Oye Belinda, — Entra Andrea en la caseta— van a entrar Alexander y su mujer a por una poquita ropa ¿Vale?”. Mientras el hombre entra a mirar ropa, Belinda no deja de doblar prendas que saca de una bolsa. Más de la mitad de la ropa la echa en una bolsa de basura que va a reciclaje pues está manchada o rota.
“Bueno no tarden tanto que lleváis casi media hora ya”, tras un largo rato recorriendo el ropero la pareja se lleva en total dos prendas de ropa, unas deportivas y un chaleco de pelo negro. Al irse Belinda pone los ojos en blanco, “mucha paciencia” piensa. Considera que no todos los voluntarios aguantan mucho tiempo trabajando en el ropero, sobre todo los que van por primera vez a realizar labores sociales. “La gente no entiende que no todo el mundo te va a dar las gracias, pero si se van contentos eso es lo que te sirve”.
Dos voluntarios jóvenes se acercan al ropero dejando cinco bolsas de ropa para ordenar en el suelo, al cabo de un rato un hombre mayor se asoma para dejar otras dos bolsas de ropa, “aquí se aburre el que quiere” murmura. Una de las bolsas está repleta de chaquetas de bebé de distintos colores y mientras las mira con ternura a través de sus gafas rojas, recuerda la infancia de sus 3 hijos cuando eran pequeños.
Lleva años como voluntaria y para Belinda ayudar es precioso. “Nadie me puede hablar mal de Cruz Roja”, tiene pensado seguir como voluntaria en la Cruz Roja hasta que no pueda más, “una vez me jubile me desaparezco— dice entre risas— a esa edad no me veo entre lágrimas, entre la tristeza”.
A Belinda todas las historias la conmueven debido a la dureza de las historias que cada persona que viene trae grabada en la piel. Pero sin duda las historias que más le afectan tienen que ver con los ancianos “abandonados” por sus familias como si fuesen despojos inservibles. Los voluntarios tienen que acompañarles a comprar, a pasear…Y hacer que sus últimos días sean algo más agradables y que por un momento se les olvide la pena.
Ella es indígena, y como dice ella “nosotros no abandonamos a nuestras madres y si lo haces eres un caprichoso”, en su caso siempre manda dinero una vez al año a su familia para darles apoyo económico.
En 2017 inició su voluntariado en Empoderamiento, una labor de la Cruz Roja en la que ayudan a las mujeres maltratadas por violencia de género. Allí ve a mujeres elegantes, rubias, guapas… que lloran a mares y a veces se pregunta ¿por qué ocurre esto?
Belinda sabe que lo mejor que podemos compartir las personas son los conocimientos. Susana, una vallisoletana de 42 años que actualmente trabaja en Málaga Acoge, empezó con Belinda en empoderamiento y es quien la enseñó a tratar con las mujeres que han sufrido o siguen sufriendo violencia de género. Para ella nada es imposible, Belinda a menudo le dice que es una mujer con mucha fuerza y valor.
Se acerca la hora de cerrar el ropero y Belinda se apresura a recoger. Abre el almacén y en un lado mete las bolsas de la ropa que se va a reciclar, la recogida de esta ropa es los lunes y miércoles. Revisa que en todas las bolsas no haya ropa que esté en buen estado y pueda utilizarse en el ropero.
El almacén de esta caseta es amplio, en él hay cuatro estanterías donde guardan sábanas y mantas para las familias más necesitadas. Los sacos de ropa comienzan a amontonarse, pues ya hay más de 10 esparcidos por el suelo.
En el exterior, entre la caseta principal y el ropero está lo que ellos llaman el basurero, donde hay cajas llenas de libros, ropas, sillitas de bebés rotas… “A veces se piensan que somos el basurero” concluye mientras deja unas cuantas bolsas de plástico vacías al lado de una caja.
A las dos y media la hija de Belinda, una chica de 22 años que estudia derecho, todos los lunes y viernes al salir de clase recoge a su madre tras terminar su jornada como voluntaria.
Nunca reparamos en la labor tan indispensable que los voluntarios llevan a cabo. Muchos de ellos han sufrido en sus propias carnes el hecho de estar desamparados, con una mano delante y otra detrás. Pero no les verás perdiendo la esperanza, ni la buena voluntad de ayudar a los demás.
El despacho
*Todos los nombres que aparecen son ficticios por motivos de privacidad*
Julia es una mujer muy sentimental, se define como “doña llorona”, sobre todo cuando trata de recordar por qué se hizo voluntaria de La Cruz Roja. Tiene el pelo rubio y tan largo que le llega casi hasta el ombligo, lleva unas gafas de color azul que enmarcan unos ojos grandes y marrones que se vuelven vidriosos al recordar su 2020. “Me quedé sin trabajo, no tenía ni para comprar el pan”, su pareja es taxista y con la pandemia se quedó parado. Ella tenía varios trabajos, por la mañana limpiaba casas, un piso por día; y por la tarde cuidaba a dos niños, un trabajo en el que ya llevaba cuatro años y medio.
Unas amigas de Julia en la en la asociación de Mujeres Supervivientes de Violencia de Género, MUSUBI, le enviaron el correo de Cruz Roja y de Cáritas, ella se puso en contacto y poco a poco le empezaron a ingresar dinero. Cuando ya se podía salir a la calle iba a Cáritas y allí le daban comida. Luego, la llamaron de Cruz Roja y le dieron unas tarjetas de 50 euros con las que comprar en supermercados. “Es de buen nacido ser agradecido”, ese es su refrán y como Cruz Roja le ayudó tanto, lo mínimo que podía hacer era hacerse voluntaria.
La Asamblea de Cruz Roja del Rincón de la Victoria es un lugar muy pintoresco y acogedor, cuatro cabañas de madera oscura prefabricada con sendos tejados a dos aguas del mismo color se asoman a medida que se sube la colina. El olor a incienso se extiende a lo largo de la caseta principal. Un vitral, en el que aparece el planeta Tierra, el Espíritu Santo, una Cruz y una Luna, adorna la entrada.
En uno de los tres despachos está Andrea, una mujer joven, delgada de voz delicada y afable que lleva en Cruz Roja desde 2018 como trabajadora social, sintiéndose valorada y escuchada. Su mesa es la del fondo a la izquierda, atestada de papeles, lo que indica la gran cantidad de trabajo acumulado. Andrea suele atender reuniones o “citas” como las llama ella, el día es relativamente tranquilo, pues cuando más demanda tiene son los lunes y jueves.
En el despacho también se encuentra Manuel, un voluntario de Transporte Adaptado; Ana, voluntaria de Niños de Apoyo y Julia, que ahora es voluntaria en Referencia de Empleo. Por las mañanas el ajetreo es constante, el teléfono no detiene su timbre intermitente dejando constancia de la necesidad. “Cruz Roja buenos días, dígame” atiende Julia con voz amable, le preguntan sobre los Niños de Apoyo, “Eh, Ana perdona, ¿Tú no estás con los niños? Para ver si se pueden apuntar dos niños para apoyo”, Ana es una chica de 21 años, de pelo largo y liso muy oscuro, casi negro que merodeaba por el despacho antes de realizar sus actividades de voluntariado.
Julia empieza a teclear los botones rectangulares del teléfono que están encima de los números “¿Sí? ¿Se ha cortao’?”, se escucha un pitido procedente de la otra línea de teléfono. “No, está ahí todavía ¿ves que está ahí retenío’?” se acerca Andrea ayudando a Julia a pasar la llamada. Justo en ese instante suena el teléfono en otra sala.
“Mañana de ocho a 11 hay un traslado (cuando los voluntarios llevan a personas mayores al hospital correspondiente)”, le dice Manuel a Andrea para que apunte en la agenda el evento. Mañana parece que será un día intenso.
El ropero
Alexander llega a Cruz Roja junto a su mujer pronto en la mañana. Él es un hombre menudo, rubio de ojos claros que lleva consigo unas cuantas bolsas cargadas de cosas. Su mujer rubia, con el pelo recogido en un gran moño, está sentada en una de las sillas azules que hay en la entrada bajo el vitral, junto a ella una maleta pequeña y marrón con una bolsa encima, indicando que son las únicas pertenencias que este matrimonio tiene. No tienen un hogar al que acudir, es por eso que visitan con frecuencia la Cruz Roja para buscar algo de ropa o comida.
Ella está callada, con la mirada perdida mientras Alexander le da a Julia un papel en el que ha escrito con ceras de colores “Feliz 2022”, un cartel que la voluntaria pone cariñosamente en el mostrador.
Con este matrimonio ya son cinco las personas que los voluntarios han atendido a lo largo de la mañana. Andrea les ofrece un café y les dirige hacia el ropero para que puedan coger ropa, que la gente dona de manera altruista, para que les abrigue algo más en el invierno.
Belinda es la voluntaria que se encarga del ropero los martes y viernes. La llaman “la risueña” pues siempre viste una amplia sonrisa en el rostro. Es boliviana y por circunstancias laborales vino a vivir a España en 2004. Allí trabajaba limpiando como interna en la casa de un empresario cordobés y una mujer boliviana. Cuando la familia se trasladó a España, le ofrecieron venirse con ellos, “me gustó mucho España y me quedé”. Ahora vive en Almayate y trabaja como limpiadora de casas.
Es una mujer de 42 años, de pelo negro y largo recogido en una trenza. Le gusta disfrutar de las pequeñas cosas de la vida y valora el esfuerzo de las personas más que cualquier cosa. Comenzó como voluntaria hace años, casi desde que llegó a España y sabe mejor que nadie que en invierno acuden al ropero hasta 15 personas.
El ropero es una cabaña bastante amplia que parece una tienda de ropa, todo ordenado por secciones: ropa de hombre, de mujer, de niños, calzado… Cada persona solo puede estar 15 minutos debido a las medidas sanitarias por la Covid-19. En éste se dan muchos privilegios, pues tal y como dice Belinda en otros sitios como en Cáritas de Torre del Mar solo te muestran la ropa y te la dan, pero no dejan entrar a mirar.
“Oye Belinda, — Entra Andrea en la caseta— van a entrar Alexander y su mujer a por una poquita ropa ¿Vale?”. Mientras el hombre entra a mirar ropa, Belinda no deja de doblar prendas que saca de una bolsa. Más de la mitad de la ropa la echa en una bolsa de basura que va a reciclaje pues está manchada o rota.
“Bueno no tarden tanto que lleváis casi media hora ya”, tras un largo rato recorriendo el ropero la pareja se lleva en total dos prendas de ropa, unas deportivas y un chaleco de pelo negro. Al irse Belinda pone los ojos en blanco, “mucha paciencia” piensa. Considera que no todos los voluntarios aguantan mucho tiempo trabajando en el ropero, sobre todo los que van por primera vez a realizar labores sociales. “La gente no entiende que no todo el mundo te va a dar las gracias, pero si se van contentos eso es lo que te sirve”.
Dos voluntarios jóvenes se acercan al ropero dejando cinco bolsas de ropa para ordenar en el suelo, al cabo de un rato un hombre mayor se asoma para dejar otras dos bolsas de ropa, “aquí se aburre el que quiere” murmura. Una de las bolsas está repleta de chaquetas de bebé de distintos colores y mientras las mira con ternura a través de sus gafas rojas, recuerda la infancia de sus 3 hijos cuando eran pequeños.
Lleva años como voluntaria y para Belinda ayudar es precioso. “Nadie me puede hablar mal de Cruz Roja”, tiene pensado seguir como voluntaria en la Cruz Roja hasta que no pueda más, “una vez me jubile me desaparezco— dice entre risas— a esa edad no me veo entre lágrimas, entre la tristeza”.
A Belinda todas las historias la conmueven debido a la dureza de las historias que cada persona que viene trae grabada en la piel. Pero sin duda las historias que más le afectan tienen que ver con los ancianos “abandonados” por sus familias como si fuesen despojos inservibles. Los voluntarios tienen que acompañarles a comprar, a pasear…Y hacer que sus últimos días sean algo más agradables y que por un momento se les olvide la pena.
Ella es indígena, y como dice ella “nosotros no abandonamos a nuestras madres y si lo haces eres un caprichoso”, en su caso siempre manda dinero una vez al año a su familia para darles apoyo económico.
En 2017 inició su voluntariado en Empoderamiento, una labor de la Cruz Roja en la que ayudan a las mujeres maltratadas por violencia de género. Allí ve a mujeres elegantes, rubias, guapas… que lloran a mares y a veces se pregunta ¿por qué ocurre esto?
Belinda sabe que lo mejor que podemos compartir las personas son los conocimientos. Susana, una vallisoletana de 42 años que actualmente trabaja en Málaga Acoge, empezó con Belinda en empoderamiento y es quien la enseñó a tratar con las mujeres que han sufrido o siguen sufriendo violencia de género. Para ella nada es imposible, Belinda a menudo le dice que es una mujer con mucha fuerza y valor.
Se acerca la hora de cerrar el ropero y Belinda se apresura a recoger. Abre el almacén y en un lado mete las bolsas de la ropa que se va a reciclar, la recogida de esta ropa es los lunes y miércoles. Revisa que en todas las bolsas no haya ropa que esté en buen estado y pueda utilizarse en el ropero.
El almacén de esta caseta es amplio, en él hay cuatro estanterías donde guardan sábanas y mantas para las familias más necesitadas. Los sacos de ropa comienzan a amontonarse, pues ya hay más de 10 esparcidos por el suelo.
En el exterior, entre la caseta principal y el ropero está lo que ellos llaman el basurero, donde hay cajas llenas de libros, ropas, sillitas de bebés rotas… “A veces se piensan que somos el basurero” concluye mientras deja unas cuantas bolsas de plástico vacías al lado de una caja.
A las dos y media la hija de Belinda, una chica de 22 años que estudia derecho, todos los lunes y viernes al salir de clase recoge a su madre tras terminar su jornada como voluntaria.
Nunca reparamos en la labor tan indispensable que los voluntarios llevan a cabo. Muchos de ellos han sufrido en sus propias carnes el hecho de estar desamparados, con una mano delante y otra detrás. Pero no les verás perdiendo la esperanza, ni la buena voluntad de ayudar a los demás.