En el salón, una mujer enjuta y resumida por los años pone cuidadosamente una vajilla de vidrio mercurizado que solo saca en ocasiones especiales como es la cena de Navidad. El lechazo se hace lentamente en ese horno de pereruela que tiene en el patio trasero desprendiendo un olor muy característico que se extiende por toda la casa pasando por el salón, subiendo las escaleras hasta llegar a los dormitorios.
La casa es muy tranquila, y muchas veces el único ruido que se escucha es ese viejo reloj de cuco que marca cada hora con su característica serenata. Ni el piar de los pájaros que visitan el jardín es capaz de perturbar dicha tranquilidad. Lo único que le aporta vitalidad a la casa son sus nietas Julia y Andrea, un par de niñas pequeñas de pelo rubio y ojos azules que bajan correteando por las escaleras de madera chirriante dejando tras ellas un rastro de ese arsenal de juguetes que tienen guardado, o mejor dicho apilado, en el “cuarto de juegos”.
Sofía, así se llama la mujer, hace años que perdió a su marido y el hecho de tener a las dos pequeñas en casa le alegra la vida. Ese ajetreo le recuerda a cuando era jóven y cuidaba de sus cuatro hijos, una nostalgia que le hace recobrar esa jovialidad que a veces se desvanece en las largas tardes de invierno y se sienta en el sofá de piel que está junto a la chimenea, enciende la televisión y deja pasar el tiempo.
De repente llaman al timbre y todo se desvanece. Me encuentro sola en el salón sin rastro de los muebles que adornaban aquella casa, solo queda una caja con cosas de mi abuela, libros, enseres… Una vorágine de nostalgia me invade cuando recorro con la mirada el gotelé de las paredes mientras me dirijo a abrir aquella puerta. Mi hermana Julia me espera fuera impaciente porque ha dejado el coche en doble fila.
— ¿Ya está todo listo?
— Sí, ya está todo— cojo la caja y la cargo en el coche.
Julia cierra la puerta de la casa, las dos nos miramos sabiendo que dejamos atrás pedazos de nuestra infancia y llevándonos con nosotras para siempre los recuerdos.
#unaNavidaddiferente
¡Ay, esos recuerdos entrañables de la infancia!, cuando eran otros quienes se encargaban de preparativos y a los benjamines nos tocaba solo disfrutar de la compañía de los que, a medida que nos hacemos mayores, se van. ¡Qué ternura, Raquel, con tu relato! Gracias
Gracias Ana por tu comentario😊.